Más que recordar, necesitamos aprender.

La ciudad de Nueva York era mi hogar. Yo había caminado por el interior de esas torres. Me había sacado todas las pertenencias de los bolsillos para pasar por los detectores de metales, instalados a las entradas desde la bomba de 1993. Había tomado el ascensor hasta el piso ochenta y tantos. Había sentido, allí adentro, la inestabilidad de la altura. Alguna vez vi, desde una de esas oficinas, la silueta cortante de Nueva York. Sentí vértigo.

Estuve también en el búnker de seguridad. Un huracán pasaba por la ciudad aquella tarde de domingo. Creo que era el Huracán Bertha. Las torres se sentían invencibles ante la lluvia y el viento. Creo que aquella vez escuché de alguien el estribillo popular de que las torres estaban hechas para sostener el impacto de un avión a reacción. Era el tipo de jactancia común a la ciudad: somos la ciudad más famosa del mundo; tenemos más rascacielos; tenemos el mejor sistema de trenes subterráneos; somos la capital del mundo; nunca dormimos; somos invencibles; somos, en fin, Nueva York...

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