La señora Angelines
La señora Angelines echaba de menos el sonido creciente que agita la ciudad cada mañana: el rumor del tráfico aumentando desde el amanecer, las voces de transportistas y transeúntes saludándose efusivos y ávidos; el traqueteo de las mochilas con ruedas que anunciaba desde la acera el desfile de niños camino del colegio, o el jolgorio de aves de corral de los estudiantes adolescentes, desperezando las calles camino del instituto… Ahora que todo era silencio, había terminado por perder la noción del tiempo. Pese a todo, apartó las sábanas de lino y la pesada manta de lana desgastada, y, no sin esfuerzo, plantó como pudo ambos pies sobre las zapatillas de felpa. Durante un tiempo que no supo calcular, se quedó allí: sentada en el borde del grueso colchón de lana —embebida en el olor rancio de su alcoba—, aguantando la embestida de ansiedad que la asaltaba cada mañana, y que recibía ya como un incordio amable y familiar. Y aunque el dolor en las articulaciones era tan intenso y con...