La señora Angelines



La señora Angelines echaba de menos el sonido creciente que agita la ciudad cada mañana: el rumor del tráfico aumentando desde el amanecer, las voces de transportistas y transeúntes saludándose efusivos y ávidos; el traqueteo de las mochilas con ruedas que anunciaba desde la acera el desfile de niños camino del colegio, o el jolgorio de aves de corral de los estudiantes adolescentes, desperezando las calles camino del instituto…

Ahora que todo era silencio, había terminado por perder la noción del tiempo. Pese a todo, apartó las sábanas de lino y la pesada manta de lana desgastada, y, no sin esfuerzo, plantó como pudo ambos pies sobre las zapatillas de felpa. Durante un tiempo que no supo calcular, se quedó allí: sentada en el borde del grueso colchón de lana —embebida en el olor rancio de su alcoba—, aguantando la embestida de ansiedad que la asaltaba cada mañana, y que recibía ya como un incordio amable y familiar. Y aunque el dolor en las articulaciones era tan intenso y constante que apenas le permitía moverse, sabía que debía ponerse en pie como lo había hecho una y otra vez —cada día— a lo largo de sus ochenta y cuatro años. Aterida y deshecha, se levantó al fin sin más objetivo que sobrevivir.

Con mucho tiento, se deslizó por el estrecho pasillo —alumbrado apenas por una vieja bombilla incandescente— dando pasitos tímidos e inciertos, apoyando cada tanto en el ajado papel pintado de la pared una mano nervuda surcada de venas azuladas. A tientas, alcanzó la pequeña cocina, sintiendo el rumor creciente de sus tripas vacías. La desoladora imagen de la encimera, donde resistía aún un mendrugo enmohecido de pan mísero e inútil como vestigio último de su sustento, arreció en sus entrañas aquella angustia feroz que llevaba días rondándola. Pero se resistía. Se resistía hasta el límite de su inanición a cruzar el umbral de su puerta y lanzarse al abismo de la escalera.

Sola como estaba —como había estado siempre— sentía por primera vez un temor espantoso y definitivo. Ella; que había sobrevivido a una muerte segura cuando resultó inexplicablemente ilesa tras el bombardeo que derribó su casa hasta sus cimientos durante la guerra. Ella que había resistido encorvada y silenciosa los cuarenta años de humillaciones, desprecios y golpes de su difunto esposo —ese grandísimo hijo de puta que Dios tenga en su gloria—. Ella: anciana, menuda, abandonada; sin hijos, sin propósito, sin apenas memoria; descuidada y hambrienta... Ella... no quería morir.

No ahora.

No así.

No de esa manera absurda. Abatida por un enemigo invisible del que hubiera podido librarse en cualquier otro momento sin esas urgencias desbordadas de las que hablaba la radio a todas horas. Pero… ¿Qué iba a hacer? Desde hacía días sobrevivía a duras penas con tan solo un trozo de pan mojado en leche tibia, como único sustento diario. Y ya no le quedaba ni pan ni leche. Tenía que salir. Recorrer esos escasos doscientos metros que separaban su portal de la pequeña tienda de alimentación que continuaba abierta en el barrio, y jugar de nuevo a la ruleta rusa. Temblorosa, abrió el cierre de su viejo monedero para cerciorarse de que aún le quedaban suficientes monedas. Se abrigó, y, después de persignarse y asegurarse a través de la mirilla de latón de que el descansillo estaba desierto, se armó de entereza y giró el picaporte. Y como quien camina hacia el patíbulo, encaró el ascensor por segunda vez en dos semanas.

Sólo dos calles más allá, un imbécil discutía con una pareja de policías. Mientras, en la tele un ministro llamaba a la tranquilidad. El mundo giraba todavía alrededor de sus contradicciones. Pero a ella ya no le importaba. Ella, —superviviente tantas veces en otras tantas batallas imposibles—, inspiró profundamente, soltó el aire en una exhalación afanosa, y acometió una vez más el portal, temblando ajena a todo….

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